Las devastadoras inundaciones, lo casual y lo necesario
Por: Aquiles Córdova Morán
Cierto que no es frecuente que dos meteoros de
magnitud considerable ocurran de manera simultánea y, como si se hubieran
puesto de acuerdo, embistan al país al mismo tiempo por ambas costas, la
atlántica y la que hace frente al Pacífico. La cantidad de agua que ha caído
sobre el territorio nacional a causa de esto tampoco es “normal”; ni siquiera puede
calificarse “de poco frecuente pero esperable”. Todo esto es difícil de prever,
como lo evidencian los impresionantes caudales de casi todos los ríos de las
zonas afectadas, los deslaves, los cortes de carretera, las estructuras colapsadas
y las colonias, pueblos y rancherías convertidos en lagunas, con el
consiguiente volumen de sufrimiento humano y pérdidas económicas irreparables,
sobre todo entre los más desvalidos. Aceptando que el factor decisivo en esta
tragedia nacional lo pone la naturaleza, cuyas leyes y comportamiento escapan todavía
al control del hombre, hay que señalar que de ello no se deduce como inevitable
que el país se nos esté batiendo entre las manos como si fuera de azúcar; ni
tampoco que sea irremediable el dislocamiento de la vida nacional a grado tal
que el gabinete en pleno tenga que trasladarse a las áreas de desastre para
hacer frente a la contingencia y para llevar aliento y confianza a los
mexicanos en desgracia.
En relación con lo primero, es decir, a los desastres
materiales masivos ocurridos principalmente en las carreteras del país, la
verdad es que, aunque hay una diferencia cuantitativa con lo ocurrido en otras
temporadas de ciclones, no se puede decir que sean una verdadera novedad en el
acontecer nacional. Todos sabemos, en efecto, que no hay tormenta de cierta
consideración, sobre todo si cae en las zonas serranas, en que no ocurran
derrumbes de taludes sobre la cinta asfáltica que bloquean la circulación y
ponen en peligro la vida de quienes transitan por ella; en que no se reporten
caídas de puentes y rupturas de consideración en la superficie de rodamiento, ocasionadas
por el agua, que causan el aislamiento, por semanas y meses enteros, de pueblos
y comunidades; avalanchas de lodo y piedras que sepultan, en los casos más
trágicos, autobuses repletos de pasajeros que, naturalmente, no viven para
contarlo. Lo nuevo de hoy es que, además, se vinieron abajo túneles (p. e. en
la autopista del sol) que, dada su función especial, se supone que pueden resistir
buena parte del peso de montañas enteras que gravitan permanentemente sobre ellos.
El
hecho de que fracasos de este tipo se repitan una y otra vez, dice a las claras que no toda (y no siempre) la
culpa es de la naturaleza; es obvio que hay responsabilidad humana, p. e.,
deficiencias en el diseño y construcción en nuestra red carretera. En efecto,
cualquiera puede observar, si se lo propone, que allí donde se hace un corte
más o menos profundo en una elevación del terreno para dar la pendiente
adecuada al trazo de la ruta, los taludes se dejan siempre a plomo, completamente
verticales, independientemente de sí se trata de material rocoso, arcilla,
arena o suelo profundo y rico en materia orgánica. A los constructores no les interesan
los estudios sobre mecánica de suelos, resistencia de materiales, etc., sino
sólo ahorrarse gastos; por eso no trabajan el talud hasta conseguir el ángulo
de reposo que la naturaleza del suelo reclama. Resultado: tan pronto cae una
lluvia medianamente fuerte, los derrumbes y deslaves se ponen a la orden del
día. Tampoco se estudia el curso seco y el caudal potencial de los
escurrimientos que, cuando llueve fuerte, por fuerza bajan hacia la carretera,
y sólo se hacen alcantarillas allí donde la profundidad natural del lecho lo vuelve
inevitable. Por eso, si llueve en abundancia, el agua tiene que abrirse paso a
viva fuerza rompiendo la cinta asfáltica. Finalmente, túneles que perforan
montañas de todos tamaños para facilitar el tránsito vehicular se construyen en
todo el mundo, algunos tan largos y difíciles como el de San Gotardo, que une a
Suiza con Italia, pero no suele oírse que tales obras se batan y disuelvan como
merengue en caso de temporales copiosos, como nos ocurre a nosotros.
En
relación con el segundo problema, el trastorno de la marcha normal de la nación,
lo primero que se observa es la absoluta incapacidad de respuesta que
muestran personas y familias para hacer
frente, ellas solas, a la emergencia; de ahí el alto grado de dependencia que
muestran respecto del apoyo oficial y la presión que ejercen sobre el aparato
de gobierno, dislocando su funcionamiento normal. Parece obvio que si la economía
de la masa de damnificados y su riqueza patrimonial fueran menos precarias, es
decir, si la pobreza no fuera tanta y tan profunda en todo el territorio
nacional, la respuesta a las contingencias sería mucho más fácil, rápida y eficaz,
y causaría menos trastornos a la vida del país y al propio gobierno de la República.
Se evidencia, además, un centralismo excesivo en la toma de decisiones y en el
manejo y disponibilidad de recursos, materiales y económicos. Según se aprecia en
los medios, todo mundo “se cuelga” del gobierno federal: la gente y los propios
gobernadores, que se achican ante la coyuntura y casi desaparecen de la escena,
limitándose a esperar la visita “del señor Presidente”, a acompañarlo en su
gira de trabajo y a aplaudirle las decisiones que toma y los discursos que
dirige a la masa hambrienta y desesperada. Igual concentración se advierte en
la maquinaria requerida para las tareas de reconstrucción, el transporte, la
infraestructura de ayuda inmediata como casas de campaña, cocinas portátiles,
ambulancias, helicópteros, etc. Todo parece pedir a gritos una redistribución
en todo el territorio nacional para hacer más oportuna, barata y eficaz la
respuesta que reclama hechos como los actuales.
Como
remate de todo, los medios de comunicación han convertido este tipo de
emergencias en un verdadero “reality show”, con graves consecuencias para las
víctimas. Primero, provocan que la ayuda se concentre allí donde el “show” se
pueda montar con toda facilidad y éxito y que la misma dure sólo el tiempo que
la tragedia sea “noticia”; pasada la euforia y la novedad, los damnificados
quedan totalmente olvidados, con sus necesidades a cuestas. Nadie vuelve a
acordarse de ellos. Segundo, el “show” deja fuera, necesariamente, a los
pueblos y rancherías que no son un escenario “digno y atractivo” para el mismo,
aunque es allí, precisamente, donde más se nota la falta de obra contra
inundaciones, de edificios bien hechos que sirvan como albergue, de clínicas y
hospitales para la atención de los enfermos y la falta de viviendas dignas y
seguras que resistan temporales y temblores. La acción selectiva de los medios
incrementa el sufrimiento que de por sí conlleva este tipo de desastres. En resumen,
pues, no todo lo que parece “casual” e “inevitable” lo es realmente; mucho es consecuencia
de la impericia y la voracidad de las empresas constructoras, de la gran desigualdad
social que nos ahoga, del centralismo burocrático y económico y de la falta de
compromiso social de gobernantes y funcionarios, que sólo piensan en ascender
un peldaño más en su carrera política. Estamos ante una demostración de la
verdad profunda que encierra la sentencia de Hegel: la casualidad no es más que la forma de existencia de la necesidad.
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